Se intensifican dos años de puja contra hegemónica del Frente, que pareciera debilitarse de pronto cuando vemos el aumento de la ultra derecha que en poco tiempo se amalgamará a Juntos por el Cambio, dando por resultado un Macrilei, un Mariuespert o cualquier combinación funesta que concentre el voto fácil de las masas que no encuentran una solución a sus problemas. Digo fácil porque el odio es el sentimiento del perezoso frente a una frustración, o alguien que no va más allá por distintas situaciones: de cansancio, de falta de herramientas, de recursos, de tiempo. Y quién posee generalmente estas características? Aquel que labura de sol a sol por un sueldo indigno que lo mantiene eternamente bordeando la pobreza, por ejemplo y sin generalizar. Los medios y olvidados, podríamos decir, refiriéndome a las clases a las que les doy mayor trascendencia, naturalmente. Personas a las cuales el presidente Alberto Fernández dijo que iba a poner en primer lugar y sin embargo no se sabe bien dónde están ubicadas en su lista de prioridades. Aquí me detengo: no estoy acostumbrada –y no lo estarán tampoco los de mi generación- a confiar en discursos empañados. Quiero decir que si, al momento de posicionarme como ciudadana de a pie, debo realizar un esfuerzo en desmenuzar frases para intentar dilucidar un mensaje hablado u escrito, ese simple ejercicio me genera ruido. Porque justamente en eso me entrené bastante bien durante la década ganada cuando teníamos fácil acceso a una prensa e intelectualidad contra hegemónica. Y nuestro presidente, junto a algunos de sus funcionarios, hace que inevitablemente debamos interpretarlo. Acá ya encontramos un nudo, porque cada uno hace la lectura que le conviene de su palabra. No es contundente. Se notó claramente en su mensaje grabado del domingo, en un tono deliberadamente manso, apacible. Hablando como es su costumbre, tratando de quedar bien con dios y con el diablo.
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