Son épocas complejas. Un cierto retardo en la escritura me da el indicio del tiempo que nos estamos tomando, a nivel general, en cristalizar ideas. Son épocas complejas, digo, porque el porvenir nos encaró como a un adolescente irresponsable, de esos que dejan sus quehaceres para último momento y esconden bajo la alfombra o patean sus problemas al mañana. Pasamos años sin preocuparnos, alejados de lo que pueda ocurrirnos, pensando en que más adelante se verá, tarea que seguramente ocupe a otras generaciones y no a las nuestras. No obstante, sucedió algo que ya anticipaba cierto ídolo popular: el futuro llegó hace rato.
La narrativa de época está en crisis. El periodo actual se caracteriza por una angustia generalizada, y aunque la crisis del Covid-19 sin dudas colaboró en su profundización, este sentimiento no se relaciona directamente con el virus. Es que el horizonte predictivo se ha desdibujado. No hay un sentido del tiempo que trace un orden y dirección de la historia. Esto no quiere decir que no hayan sucesos, ocurren miles de acontecimientos cada día, sí, pero no podemos darles un cause venidero. Es un tiempo suspendido, liminal, en términos Linerianos. Se cierra un momento histórico pero no sabemos cuál es el que se abre. Vivimos los últimos 40 años a base del discurso mundial del consumo como propósito, de un posmodernismo que individualizó al punto de desentenderse de todo sentimiento de empatía y solidaridad para con cualquier ser viviente. Nos dieron recetas a seguir, vinieron con el librito ya escrito de principio a fin. Y nos inculcaron que el intervencionismo estatal era mala palabra, que las fortunas de las élites eran intocables. País que invertía en producción propia, país tildado de retrógrado suicida. Ni que hablar de cualquiera que se atreviera a cuestionar algún punto de la lista de condiciones impuestas por sus acreedores, cuidado si alguno dijera algo sobre la irresponsabilidad del prestamista, podría quedar fuera de juego con un solo levantar de pluma.
Sin embargo, lo que hace dos años era un sacrilegio hoy es perfectamente aceptado. Y ésa es una de las características de la crisis del sentido común de época. De pronto el Estado sirve, el Estado es la solución. Se observa esto en los anuncios del presidente Joe Biden de planear una inversión estatal de 5.4 billones de dólares a lo largo de todo su mandato, lo que será considerado el gasto estatal más importante de Estados Unidos desde la época de Roosevelt. A esta decisión se suben la Unión Europea, Inglaterra y hasta el mismo FMI en sus últimos comunicados aconseja a los países imprimir billetes para entregar a su gente e invertir en infraestructura. El tan polémico impuesto al patrimonio es promovido por el Fondo Monetario Internacional.
¿Qué ha ocurrido, entonces, el mundo se volvió ‘populista’? No, sucede que tal es la gravedad de los acontecimientos que los creadores de la narrativa hegemónica deben desdecirse en su discurso. Perdieron una cierta credibilidad dando espacio a que las estrategias y discursiva de cualquier otro sujeto adquieran el mismo peso que los anteriores. Esto se traduce en un estupor colectivo y en ese desorden histórico previamente descripto. Ya no hay unidad de criterio si son los mismos impulsores del libre mercado los que hoy en día se atrincheran en sus fronteras. Hoy ninguna fuerza política tiene un proyecto con suficiente poder de seducción para la inmensa mayoría.
¿Hacia dónde va América Latina? En 2018 Argentina fue sede de un gran encuentro de referentes, organizado por CLACSO, donde las izquierdas se llenaron de calor en épocas oscuras pero, sobre todo, donde se pudieron palpar intelectualmente. En aquellas épocas las izquierdas se replegaban, iban perdiendo algunos espacios, pero el espíritu general del horizonte en el tablero político iba proyectado a un refuerzo de acciones nacionales y populares, a una certeza y confianza robusta de aquella década ganada. Luego de tales encuentros se asomó el sol en México, hubo revuelo en Ecuador y Chile, levantó la cabeza Argentina pero pasó por un bache Uruguay, llegó un golpe de Estado sangriento en Bolivia del que pudo salirse, sonríen las izquierdas en Perú y Brasil mucho más, pero ninguna victoria es concreta. Sufrió un tremendo derechazo Ecuador y aún se resiste en Venezuela. Ciertamente, el último año y medio pateó tableros, arrojó piedras a la reconstrucción de un continente vapuleado, pero la situación ya venía compleja.
Vemos entonces un territorio salpicado de rosa, donde se ha avanzado pero también retrocedido. No hay una segunda oleada progresista idéntica a la primera, no la habrá nunca. Cada uno de nuestros países vivió experiencias similares pero no idénticas entre sí en cuanto a la reacción popular frente a determinados hechos. Asimismo, el reemplazo de liderazgos políticos fue evidentemente un límite, hubo confusión hacia afuera y fragmentación hacia adentro de los partidos. Y no hay nada peor que eso.
La derecha, al igual que el virus, muta, aprende de la experiencia populista y de pronto ocupa las calles, seduce juventudes, cacerolea. Adentro está vacía, su propuesta es zombie, sólo tiene odio y oscuridad. Pero su frialdad le permite acomodarse a lo que le conviene, si hay que disfrazarse de defensor de las escuelas para antagonizar con su enemigo, lo hará, sabe que se le caerá rápidamente la careta pero eso no figura un impedimento para actuar. La derecha forja cercanía con las bases, por conveniencia, pero al fin y al cabo lo hace. La izquierda progresista, por el contrario, se fue separando de la sociedad civil. Tal es así que hoy en Argentina no existe una figura nacional-popular que aglutine y concatene las distintas demandas. Una alternativa posible de ampliación quizás sea volver a enaltecer los proyectos colectivos. No así el nombre de un líder.
Es necesario construir una hegemonía que sea capaz de absorber las reivindicaciones que hoy están por fuera de los espacios políticos progresistas, llámense movimientos contra el cambio climático, llámense colectivos LGTIBQ+, llámense movimientos indígenas, llámense grupo de desocupados o por una vivienda digna, llámese incluso la totalidad de la oleada feminista que arrasa las calles y se mete en las agendas públicas con una fuerza que da cátedra hacia el interior de los partidos. Luego, a partir de aquello moverse dentro de lo político en tanto tensión natural entre la autonomización de las luchas y el momento de unificación alrededor de estructuras más amplias, que hará ganar importancia a sus demandas pero que, al mismo tiempo, implicará la inevitable subordinación a aquellas.
Los populismos progresistas no han podido generar irreversibilidad. No se han podido anclar en un todo, por supuesto que tuvieron grandes ideas, como la UNASUR, pero hoy son historia. Eso es una herida muy grave que relentiza el proceso de recomposición continental. Ya lo viene diciendo el gran Pepe, ni en momentos de pandemia mundial se pudieron tejer lazos sólidos para salir de manera colectiva de tiempos en los que se elige entre la vida y la muerte, e intentar entrelazar redes desde ése lugar. Aprender de la derecha es sustancial, competir de igual a igual con sus empresas y si es necesario llamar a los mejores de los suyos para recibir asesoramiento. No es posible que a nivel internacional, la riqueza que genera Walmart sea mayor al PBI de toda la República Argentina, ni hablar del resto de los países del continente sudamericano.
Por tanto, es momento de superar debilidades, momento de repensar estrategias quirúrgicas para el tablero que actualmente se presenta en un mundo en disputa. Es un entretiempo para la invención, donde no se debe dejar de actuar pero tampoco esperar resultados inmediatos o ahondar en frustraciones. Viejas generaciones con experiencias enriquecedoras cargadas de empuje y tenacidad deben converger con las nuevas juventudes, menos golpeadas ciertamente pero con un enfoque de vida verde más renovado y con proyectos que acompañan en la misma línea. A seguir, una y otra vez. Hasta que se acabe la vida.
Fuente ayer, hoy y siempre: Álvaro García Linera.
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